En los últimos meses han pasado por los estudios de televisión y de radio, y se han pronunciado en las páginas de los periódicos, decenas de dirigentes políticos, de economistas, de sindicalistas y de periodistas, próximos al gobierno o cercanos a la oposición. Aunque a menudo disientan en lo que respecta a las medidas precisas que conviene arbitrar, todos parecen estar de acuerdo en algo importante: para dejar atrás la crisis en curso hay que recuperar la senda del crecimiento económico y conseguir que despierte de una vez por todas el consumo.
En un planeta en el que sobran los argumentos para afirmar que el crecimiento no genera cohesión social, provoca agresiones medioambientales muchas veces irreversibles y propicia el agotamiento de recursos que no estarán a disposición de las generaciones venideras, cada vez es más urgente que busquemos, por ello, otros horizontes. Sorprende, sin embargo, que muchos de quienes han hecho de la sostenibilidad su bandera de enganche prefieran esquivar la conclusión de que en los países ricos tenemos que asumir cuanto antes reducciones drásticas en la producción y en el consumo, de la misma suerte que tenemos que repartir el trabajo en provecho de modelos que hagan de la redistribución de la riqueza, de la vida social, del ámbito local y del ocio creativo sus cimientos.
Nada de esto último se aprecia, ni de lejos, en las posiciones que abrazan hoy nuestros gobernantes, empeñados en sacar adelante diagnósticos de lo que sucede tan errados como interesados. Recuérdese que hace algo más de un año el presidente Rodríguez Zapatero eludía mencionar, en sus discursos, la palabra 'crisis'. Después se inclinó por arrojar todas las culpas de lo que ocurría sobre los desmanes que ha dado en exportar la economía norteamericana --ninguna correspondía, en cambio, a un modelo, el español, al parecer en modo alguno lastrado por flujos especulativos de diversa índole--, para, en los últimos tiempos, descargar sus iras contra una burbuja inmobiliaria que, según una singularísima visión, nada habría tenido que ver con las políticas alentadas por el Partido Socialista desde las más diversas instancias. ¿Cuánto tiempo tardará Rodríguez Zapatero en percatarse de las contradicciones flagrantes de lo que defiende ahora?
Y es que no hay manera de casar el omnipresente discurso de la sostenibilidad con medidas como las que el gobierno español ha decidido alentar en respuesta a la crisis. Una de ellas es esa enloquecida apuesta por la alta velocidad ferroviaria que tanto gusta --dicen-- al presidente norteamericano de estas horas. A su amparo está claro qué es lo que se nos viene encima: una forma de transporte que reclama salvajes agresiones contra el medio, propicia la desertización ferroviaria del grueso del territorio, es extremadamente onerosa en términos energéticos y se traduce en precios inalcanzables para la mayoría de los ciudadanos. Otra de esas medidas la aporta la frenética construcción de nuevas autovías sin que nadie explique convincentemente quién las va a poder utilizar en el futuro, cuando se disparen los precios de las materias primas energéticas que empleamos. Qué no decir, en fin, de la impresentable, y discriminatoria, decisión de subvencionar con recursos públicos la compra de automóviles. ¿No sería más razonable que, lejos de pensar en los intereses de las grandes empresas, nuestros gobernantes ayudasen, antes bien, a quienes han decidido prescindir de un instrumento, el coche, que retrata cabalmente muchos de los elementos de insostenibilidad que atenazan a nuestras sociedades? Mientras se apoyan con descaro olímpicas parafernalias, por momentos despunta, en fin, la lamentable retahíla que da cuenta del liderazgo español en tecnologías verdes, casi siempre adobada, por añadidura, con la triste defensa, también en este ámbito, de la competición más feroz.
Bien es cierto que los desafueros transcienden el terreno de la sostenibilidad. Para cerrar el círculo, nuestros gobernantes repiten incansables que no van a aceptar rebajas, en provecho de los empresarios, en lo que atañe a las reglas del juego del mercado laboral. Empiezan a menudear las noticias, sin embargo, que sugieren que el Partido Socialista sopesa introducir algunas de esas rebajas en un escenario en el que los empresarios a los que acabo de referirme no tienen mucho de qué quejarse: al amparo de una precariedad que se impone por doquier, las normas imperantes han permitido --no se olvide-- un crecimiento espectacular de la cifra de desempleados, en muchos casos sin cobertura alguna.
Para que nada falte, entre nosotros se ha optado por importar un modelo, el norteamericano, que defiende medidas de socorro tan generosas como urgentes cuando las entidades financieras están al borde de la quiebra, pero no actúa con la misma benevolencia y energía cuando son las economías de los trabajadores --recuérdese a las decenas de miles de inmigrantes que contrajeron hipotecas en condiciones próximas a la
usura-- las que se hallan con el agua al cuello. Y es que quienes nos dirigen, de siempre remisos a poner el dedo en la llaga de lo que supone un capitalismo depredador e injusto --hoy, por cierto, a la deriva--, defienden, sí, el bien común... siempre y cuando no choque con los intereses particulares de las grandes empresas. Que se lo digan, si no, a Microsoft, que a buen seguro se apresta a sacar tajada de ese ambicioso programa que, de hacerse realidad, pondrá en manos de nuestros niños un magnífico ordenador llamado a resolver mágicamente las carencias del sistema educativo que arrastramos.
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